Parece que ahora, a pesar de advertencias anteriores bien fundamentadas, algunos analistas tratan de alertarnos sobre lo que ya era y es obvio: el Sahel se ha convertido –mejor decir que continúa convirtiéndose– gracias al crecimiento de la violencia yihadista en el epicentro mundial de este terrorismo en el continente africano. Crecimiento considerado peligroso si salta por encima del Magreb hacia Europa y, por ende, alcanza Occidente (el Frente Sur recientemente definido en la cumbre de la OTAN de 2022 celebrada en Madrid).
Un crecimiento del que se habla, apuntando como datos convincentes a la suma cada vez mayor de ataques, emboscadas, atentados… contra las fuerzas opositoras (sahelianas y foráneas), así como contra toda la sociedad civil que les rechaza, y que contabiliza a su vez el aumento de muertos, heridos y desplazados. Crecimiento intrínsicamente relacionado con aquel del crimen organizado en la región del Sahel y con el incremento de las migraciones irregulares. Un crecimiento que, al margen de constatarlo (señalando incluso los países sahelianos más afectados y a otros africanos fuera de la región), hay que relacionarlo también, si queremos ver la situación en el Sahel con claridad y tratar de ponerle freno, con las causas que lo producen. Causas, unas profundas, de motivación religiosa, que influyen sobre la idea de un califato global, y otras concretas, relativas a las debilidades/vulnerabilidades de todo tipo que presentan los países del Sahel y que son aprovechadas por el yihadismo en apoyo a la creación del califato; causas, ambas interrelacionadas.
La expansión del terrorismo yihadista en el Sahel
En primer lugar, la necesidad de expansión “colonial” religiosa del yihadismo. Esta expansión, en su globalidad, bajo la idea califal tanto de Al Qaeda como del Estado Islámico y todas sus respectivas filiales, busca la creación de un califato mundial. Cada grupo con su estrategia violenta pugna por el liderazgo yihadista: Al Qaeda, sin base inicial, espera que todos los países ganados para la causa se unan en el califato (entre ellos Osama bin Laden ya contaba con los africanos); el Estado Islámico con un territorio de califato inicial desde el que ir conquistando territorios.
En esa línea de análisis, la expansión territorial les es absolutamente necesaria, como ya se constató antes de su derrota en Irak-Siria. No solo para el establecimiento del califato al que han de quedar sujetos todos los pueblos “neomusulmanes” nacidos bajo sus ideas pseudoislámicas, sino también para el cumplimiento de ciertas profecías musulmanas relativas al apocalipsis global (fin del mundo tal y como lo conocemos), que viene de la mano de los chiíes unidos a Occidente, Estados Unidos (la “nueva Roma”) y a los judíos, como el “Anticristo”. Profecías amparadas por la propaganda, que auguran que el anunciado fin del mundo ya se está aproximando; fin que será proclamado con el renacimiento del califato, el imperio islámico que había desaparecido y cuyo retorno ya fue profetizado.
El Califato del Estado Islámico es, por el momento y a pesar de la derrota militar apuntada y de la expulsión de su territorio inicial, así como al margen de sus elementos físicos tangibles, visto como una idea expansiva. Lo que se ha derrotado ha sido la milicia armada regular del Estado Islámico y no la idea representada por el mapa en negro que su propaganda difundió, aquel en el que ondeará la bandera negra yihadista (según Abu Bakr al Baghdadi en el año 2200, abarcando territorios de Asia, Oriente Medio, Europa y África). Idea que sigue en pie, sobreviviendo en la mente de yihadistas de todo el mundo pese a la derrota (para ellos un fracaso propiciado por Alá cuya superación les hará más fuertes).
Expansión pues, de base religiosa, que busca establecer en el mundo su califato, tomando como modelo al abasí, extinto desde 1258, y con tal objetivo fanatizado viven bajo la voluntad de restaurar el sistema que encumbró al islam. Un sistema plasmado en el califato inicialmente establecido por el Estado Islámico en el contexto de la guerra en Irak y Siria, que pretendía sujetar a todos los musulmanes del mundo a la autoridad de su califa –autoridad incuestionable emanada de Alá– de quien recibe todos los poderes: religioso, político, jurídico, militar, etc.
Su deseo, por tanto, es regresar a los orígenes del islam, a su edad de oro, ya que su abandono llevó a los musulmanes a la situación actual de declive y sumisión a Occidente. Victimismo de base histórico-religiosa, acentuado en la actualidad, desde su visión de la humillación colonialista, por la influencia político-económica occidental que amenaza a sus sociedades y la ocupación armada de sus territorios.
Así, bajo la interpretación de un islam rigorista: sunní, salafista (revolucionario), buscan implantar y expandir su califato a través de la violencia. “Su” al-Yihad ofensiva, que engloba terrorismo y guerra asimétrica/híbrida (en parte tradicional), de forma que todos aquellos que no vean la vida bajo este prisma son enemigos por atentar contra sus normas. Unas normas, fijadas por el califa, muy duras y estrictas, plagadas de prohibiciones y de limitaciones de vida, que hay que seguir bajo sanciones muy severas e incluso bajo pena de muerte. Normas que llevan aneja la pérdida del conocimiento de su historia, cultura y tradiciones como pueblo, al tiempo que tratan, mediante un sistema educativo especial (basado únicamente en la historia del profeta y en la evolución del islam hasta llegar a sus ideas), llevar a las futuras generaciones de niños y jóvenes (los “cachorros” del yihadismo) al convencimiento de su imaginario.
Expansión territorial, pues, admitida por los yihadistas bajo un imperativo religioso, fuera de toda concepción colonial occidental, ya que se trata de volver al texto coránico de los tiempos del profeta para purificar la religión de todas las particularidades heréticas que se han ido añadiendo a lo largo de los siglos que desvirtúan el mensaje divino. Eso sí, bajo una violencia plenamente admitida por “su” islam.
No obstante, ni Al Qaeda ni el Estado Islámico, ni ningún grupo afín, hablan de colonización yihadista o de expansión colonizadora del yihadismo, tan solo de “guerra santa”, de una “al-Yihad de la espada”, de un futuro califato. Una al-Yihad que vio su necesidad reafirmada tras la intervención militar de fuerzas extranjeras infieles (los actuales “cruzados”) en los territorios del Estado Islámico y más, en la actualidad, con la pérdida de los mismos tras la derrota militar y su renacer en el Sahel y otros lugares del continente africano.
El Sahel y sus problemas estructurales
En segundo lugar, desde esta ideología base, cabe señalar como causa más directamente visible del crecimiento del yihadismo en el Sahel, los problemas estructurales no resueltos de los países sahelianos, comunes a otros africanos. Estos problemas son aprovechados por los yihadistas como elementos facilitadores de su crecimiento “colonizador”, expansivo en su idea califal, mediante la difusión de la idea de que ellos, y solo ellos, serán capaces de resolverlos. En este terreno actúan pues, en cierto modo, como el agua, discurriendo por aquellos lugares que prestan condiciones para su movimiento de avance.
Vulnerabilidades, fallos estructurales, que, del análisis concreto de cada uno de los países del Sahel, podemos determinar, tal y como se recoge a continuación, lo que sigue:
- La presencia de unos gobiernos autoritarios, represivos, con una democracia muy particular en su caso, o de unos gobiernos militares tras uno o más golpes de Estado bajo la promesa de solucionar (con serias dificultades en su cumplimiento) todos los problemas que aquejan a los ciudadanos. Gobiernos con una corrupción funcionarial generalizada a varios niveles (políticos, militares y policías); gobiernos que en ocasiones son contestados, por sus injusticias sociales y bajo la acusación de atentar contra los derechos humanos, con manifestaciones y revueltas populares.
- Pobreza social en diferentes grados (desde una economía de mera subsistencia a la más extrema), a pesar de que algunos países cuentan con recursos de gran valor (explotados por otros países foráneos). Dificultades económicas agravadas por la Covid-19 y por la persistencia del cambio climático (sequías e inundaciones) que originan hambrunas por la falta de agua para la agricultura y pastos para el ganado (ahora acentuadas por la falta de grano y fertilizantes a causa de la guerra ruso-ucraniana).
- División social, con violencia en muchos casos, por tribalismo; existencia de castas y etnias enfrentadas, diferencias políticas y religiosas (las menos en Sudán y Eritrea), así como por la lucha por los recursos (violencia entre agricultores y ganaderos). En algún caso, como Darfur en Sudán o el Tigray en Somalia, con enfrentamientos armados de grupos rebeldes con las fuerzas del poder.
- Problemas sanitarios que afectan a toda la sociedad e influyen negativamente en el bienestar social. Por otra parte, al abandono de los cuidados necesarios para atender las enfermedades endémicas hay que sumar la acción de la pandemia de la Covid-19 ante las dificultades para su tratamiento.
- La violencia social (en el límite, las acciones de unos grupos contra otros o la acción, más o menos individual, del crimen común), la presencia del crimen organizado que actúa en todo tipo de tráficos y comercios ilegales (en algún caso como brazo logístico de los grupos yihadistas).
- La actividad armada del yihadismo, no solo contra las fuerzas militares (nacionales y foráneas), paramilitares y policiales que les combaten, sino contra todos los ciudadanos que no quieren seguir sus ideas.
- La existencia, como respuesta a las violencias citadas, de milicias de autodefensa que ejercen en ocasiones una agresividad desmedida sobre otras etnias o grupos tribales a los que acusan de terroristas. Milicias que, en algunos casos, contando con el apoyo gubernamental inicial, tienen la capacidad de detener con la obligación de entregar los detenidos a la policía (por venganza tribal o étnica bajo acusaciones falsas). En la mayoría, tales grupos nacen de la propia necesidad de seguridad de los ciudadanos, sin embargo, algunos gobiernos no los consideran indispensables, puesto que se entrometen en las funciones de sus fuerzas de seguridad y actúan, incluso con violencia extrema, fuera del marco de la legalidad.
- La presencia de un yihadismo violento, con gran número de grupos (filiales de Al Qaeda y del Estado Islámico en pugna entre sí por el liderazgo en el Sahel) y creciente, del que prácticamente ningún país saheliano escapa.
- La reacción a la violencia yihadista, considerada prioritaria sobre las demás existentes, por parte de las fuerzas nacionales (militares y policiales), fuerzas sahelianas integradas (como el G5 Sahel), milicias locales o unidades de autodefensa, y fuerzas foráneas en apoyo (entre ellas grupos mercenarios).
Como vemos, en la totalidad de los países del Sahel asistimos a una gran violencia política, social, étnica, y, en algún caso religiosa, violencia del crimen común y organizado y violencia yihadista. A esto hay que sumar en determinadas ocasiones la violencia generada por las fuerzas que se defienden y combaten a las anteriores, que se extralimitan en sus funciones.
Son países que, en general, cuentan con un Estado debilitado, fragilizado por las circunstancias aludidas y con muchas dificultades para salir de ellas. Países, entre los cuales, según la ONU y el Fondo por la Paz (estudio que se viene realizando desde 2005), se han convertido ya en estados colapsados e incluso fallidos, estados corruptos, injustos e incapaces de proporcionar a su población los servicios básicos y la seguridad necesaria (casos, entre el 2020 y 2021, en situación de alerta, Etiopía, Nigeria, Eritrea, Níger y Mali, en gran alerta, Sudán y Chad, y en alerta máxima, Somalia y Sudán del Sur).
Hacia un cambio de estrategia
En su conjunto, todos los países del Sahel precisan, como se destaca, de apoyos de seguridad y económicos para resolver sus problemas a fin de poder crear expectativas sociales con base en unos proyectos propios, no impuestos. Razón por la que las ayudas no han ser exclusivamente militares, sino también estructurales, fuera de la dirección militar, pero en combinación con esta por la necesaria seguridad.
Así, teniendo en cuenta la base ideológica, que no hay que olvidar (acción en el frente ideológico), la corrección de los problemas estructurales señalados (acción en el frente estructural) protegidos por la acción operativa (acción en el frente militar y policial) se ha de actuar cuanto antes en unidad de acción de todos los actores, locales, regionales e internacionales (tanto militares como políticos y sociales) repensando todos los planteamientos anteriores para corregir los errores cometidos y aplicar nuevos planes ajustados a la realidad.
Frentes, salvo el ideológico, que son reconocidos ahora por el presidente francés, Emmanuel Macron, durante su gira de finales de julio de 2022 por algunos países del África Occidental, para aludir a un nuevo modelo de lucha antiterrorista, de gran necesidad ante su fracaso en Mali. Este modelo está conformado por la lucha tradicional (militar y policial) y acompañada con la necesaria cooperación estructural, cultural y social. Una cooperación que visiblemente ha faltado, a pesar de algunos logros no suficientes.
En definitiva, a partir de la visión del problema yihadista en cuanto expansión “colonial”, y el camino yihadista seguido para lograrla, se llega a la conclusión activa –mejor reactiva– de que hay que reaccionar ante la estrategia yihadista en el continente africano, y más concretamente en el Sahel. Se debe tomar conciencia plena de la necesidad de contemplar, con el mismo rigor que el tratamiento dado hasta ahora a las actividades en el frente operativo-militar, aquellas concernientes al frente estructural y, asimismo, las relativas al frente ideológico, apoyándose en la propaganda y en acciones psicológicas pertinentes al objeto de combatir, combinando en profundidad las acciones en los frentes aludidos, tanto su imaginario y el fanatismo que les sustenta, como sus fuerzas y su capacidad de penetración en los territorios en los que se han integrado o tratan de integrarse.
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